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Marco histórico: La Guerra de Secesión y la batalla de Shiloh
Tenemos que transportarnos al Condado de Hardin (Tennesse), al segundo año de la Guerra de Secesión (1861-1865). Es el 6 de abril de 1862, un día fatídico en el que el ejército de los Estados Confederados sale al encuentro del ejército de la Unión en un intento de parar el avance nordista por el oeste, que descendía siguiendo el cauce del río Tennesse buscando crear una brecha por la que acceder fácilmente a territorio sudista. La Unión (del norte de Estados Unidos, los nordistas) en pro de la abolición de la esclavitud y la Confederación (del sur de los Estados Unidos, los sudistas) en pro de su conservación, mantuvieron en aquel lugar lo que se denominó la batalla de Shiloh. Duró únicamente 24 horas, pero fue suficiente para contar en los registros de aquel día más de 3.000 muertos, 16.000 heridos y 4.000 desaparecidos/capturados [1].
El saldo concluyó a favor de la Unión, dando un paso adelante en una guerra que terminaría por ganar. Sin embargo, esta empresa no sería ni mucho menos fácil para ningún bando. Los soldados tuvieron que enfrentarse a periodos complicados de dieta deficitaria, climatología adversa, condiciones higiénicas deplorables, dificultades para una buena atención sanitaria y las inevitables consecuencias psicofísicas provocadas por el estrés y la ansiedad de la guerra. Esto hacía que fueran más propensos al padecimiento de enfermedades por un sistema inmunológico debilitado.

El milagro
El cielo nocturno de un lluvioso 6 de abril quedaba iluminado intermitentemente por el fuego de artillería. En el campo de batalla se dibujaba una acuarela dantesca de luces estroboscópicas; una sucesión de instantáneas a modo collage de rostros desfigurados por el dolor y el miedo. El ruido ensordecedor de los cañones enmascaraba los gritos de auxilio de compañeros y enemigos. La escasa visibilidad entorpecía el paso en aquel fango que buscaba un hueco entre los cadáveres y los muchos heridos que, sin poder ser atendidos, se debatían entre la vida y la muerte.

Las heridas abiertas eran una entrada perfecta para larvas de insectos, suciedad e infecciones. La situación era inabordable médicamente, sin que el equipo de sanitarios de ambos bandos pudiera hacer frente a la cantidad de heridos que la batalla dejaba a su paso. Ante la falta de tratamiento adecuado, quedando olvidados semiconscientes en el barro, expuestos al frío, la lluvia y los insectos, el panorama era realmente desalentador. Los pocos afortunados que pudieron ser trasladados a hospitales de campaña dejaron atrás a muchos otros que, a merced de la humedad, los insectos, la gravedad de las heridas y las infecciones, estaban condenados a morir ante la falta de tratamiento adecuado. Sin embargo, inesperadamente una luz azul tenue apareció de entre los que yacían afectados en el suelo. Ese brillo azulado emanaba de sus heridas, quedándose con ellos y acompañándolos durante toda la noche. Algunos pensarían que se trataba de una alucinación compartida, otros de que era un signo inequívocamente divino que buscaba amparar a los más desgraciados de aquel día.
Al día siguiente muchos pudieron ser evacuados, y para sorpresa de los médicos descubrieron que los soldados que emitían aquella luz celestial de sus heridas durante la noche tenían mayor probabilidad de sobrevivir que el resto. Aquel fenómeno inquietante quedó interpretado como una luz procedente de los mismos ángeles y que, en un acto de piedad, decidieron ayudar a las víctimas de aquel aciago día. Y así es que llamaron a este milagro “Angel’s Glow” (“el brillo del ángel” o “el resplandor del ángel”).
Casi 2 siglos después…
La ausencia o escasez de conocimientos sobre diversos aspectos en el campo de la microbiología hizo que quedara dentro de la cultura popular esa impronta mágica en la interpretación del fenómeno. No fue hasta 140 años después que dos estudiantes amantes de la guerra civil americana, Bill Martin y John Curtis, propusieran en 2001 una hipótesis científica al respecto. La familia de estos chicos planificó una excursión familiar al lugar donde se libró la batalla de Shiloh, y quedaron tan fascinados por el relato de “el brillo del ángel” que la curiosidad fue más fuerte que el siglo y medio de incertidumbre al respecto y empezaron a indagar. Phyllis Martin, madre de Bill y microbióloga del USDA Agricultural research Service en Beltsville (Maryland), les asesoró en relación al tema y los derivó a investigar sobre bacterias capaces de brillar en la oscuridad. En efecto, Phyllis utilizó la zanahoria adecuada y abrió la vereda al esclarecimiento de este mítico suceso. Bill y John descubrieron que existían unas bacterias bioluminiscentes que además eran capaces de liberar sustancias antisépticas. Entre las bacterias sospechosas se encontraba la Phothorabdus luminescens.
La Photorhabdus luminescens (antes denominada Xenorhabdus luminescens) es una bacteria patógena de insectos que mantiene una relación simbiótica mutualista con el nematodo Heterorhabditis bacteriophora. El trato se basa en que la bacteria facilita el ciclo reproductivo y la alimentación del nematodo, y este le ofrece a la bacteria el transporte necesario para mantenerse y seguir alimentándose de los insectos hospedadores del nematodo.
La teoría y posterior demostración a este respecto les valió a Bill y John el segundo puesto en la Siemens Westinghouse Competition y el primer premio en el prestigioso Intel International Science and Engineering Fair.
Una relación perfecta

Los nematodos pertenecen a un grupo que conforma la cuarta división o filo más grande del medio animal, por detrás de los artrópodos (insectos, arácnidos, crustáceos y miriápodos), los moluscos (almeja, pulpo, calamar, etc.) y los cordados (la mayoría de ellos vertebrados). Se los conoce vulgarmente como gusanos redondos o gusanos cilíndricos debido a su morfología [2, 3], como se aprecia en la Figura 3. Nuestro nematodo Heterorhabditis bacteriophora tiene un ciclo biológico que consta de 6 etapas, una definida como etapa huevo, 4 juveniles y 1 adulta.
Su tercera etapa es la que nos interesa, pues es capaz de infectar insectos y así perpetuar su ciclo vital. El nematodo acumula la bacteria en su tracto digestivo hasta que la expulsa en el sistema circulatorio del insecto del que es parásito. Tras infectar al insecto con la Photorhabdus luminescens, esta empieza a producir toxinas que terminan con la vida del insecto y a liberar una serie de enzimas que aceleran su descomposición, sirviendo de alimento tanto al nematodo como a la bacteria. La investigación ha identificado la presencia de cuatro grupos de toxinas: Tcs (Toxic complexes o complejos tóxicos), Pir (Photorhabdus insect related proteins o proteínas de Photorhabdus relacionadas con insectos), Mcf (Makes Caterpillars Floppy toxins o toxinas que hacen que las orugas se reblandezcan) y PVCs (Photorhabdus Virulence Cassettes o cartuchos de virulencia de Photorhabdus) [4].

El nematodo se reproduce dentro del insecto, creciendo, adquiriendo la bacteria y alimentándose hasta salir del mismo para buscar larvas de insectos con las que reanudar el ciclo de transmisión (Figura 5). La bacteria es la responsable de esa luz azulada, capacidad expresada por los genes lux, que codifican una serie de proteínas (unas enzimas llamadas luciferasas) involucradas en reacciones químicas que emiten luz y que hace brillar en la oscuridad a los insectos muertos e infectados por la bacteria [5]. Este brillo además actúa de trampa mortal para otros insectos, que atraídos por él pueden convertirse en nuevas víctimas potenciales.
La bacteria además produce estilbenos y otras sustancias antimicrobianas capaces de prevenir la invasión de bacterias ajenas y hongos que aumentan la probabilidad de infección, lo que explicaría el por qué de la mejoría de los heridos en combate de la batalla de Shiloh. Los soldados yacentes en aquel barro de 1862 fueron tocados no por la gracia de los ángeles, sino por estas bacterias que encontraron en cada herida abierta un lugar idóneo en el que prosperar, un lugar al que acudían los insectos hospedadores de nuestro particular nemátodo con nuestra milagrosa bacteria bioluminiscente en su interior.

Una última cuestión por resolver
Sin embargo, aún quedaba una duda por resolver, y de facto importante. Esta especie concreta de bacteria, al igual que el resto de organismos de la familia Photorhabdus (salvo Photorhabdus asymbiotica presente en humanos), no pueden proliferar en condiciones térmicas que superen la barrera de los 34ºC, lo que a priori la hace una candidata improbable para explicar este fenómeno.
La solución a este problema puede estribar en la climatología de aquel año. Al parecer, 1862 se caracterizó por ser un año húmedo, de cambios bruscos de temperatura y con fuertes lluvias debido al fenómeno El Niño. Debido a esto, los soldados estarían expuestos a condiciones climáticas relacionadas con una baja temperatura. Además, la crecida del río debido a la lluvia empantanaría el terreno contribuyendo al estado de hipotermia de los hombres y sirviendo de acicate para el crecimiento de la bacteria en un cuerpo humano, logrando aplicar su efecto antibiótico y luminiscente.
Los insectos, por su parte, también sobrevivieron pese al clima adverso y se acumulaban en las heridas abiertas, atraídas por la luz. Recientemente se ha descubierto en insectos unos genes llamados Eglp relacionados con la acumulación en sus tejidos de polioles coligativos (tales como el glicerol y sorbitol) como respuesta adaptativa a temperaturas de congelación y desecación, y que ha podido suponer un éxito evolutivo en insectos [6].
Una vez leído por completo el artículo, querido lector ¿qué opinas? Si hacemos un esfuerzo de abstracción y observamos todo el evento a través de una perspectiva general y amplia, llega un punto en que la maquinaria de la microbiología consigue obrar de tal forma que parece indistinguible de un plan divino ejecutado por los mismos ángeles.
Referencias bibliográficas
Fuentes principales para la documentación histórica y microbiológica del caso:
- Romain Parmentier (2017). La Guerra de Secesión: El conflicto que dividió a los Estados Unidos. 50Minutos.es
- Rivas González, R. (2019). El brillo del ángel. En A. Cabello (Ed.), La maldición de Tutankamón y otras historias de la Microbiología (pp. 5-14). Guadalmazan.
Referencias bibliográficas de las citas en texto:
- Batalla de Shiloh. (2022, 15 de octubre). Wikipedia, La enciclopedia libre. Fecha de consulta: 02:30, noviembre 16, 2022 desde https://es.wikipedia.org/w/index.php?title=Batalla_de_Shiloh&oldid=146634601.
- Nematoda. (2022, 14 de octubre). Wikipedia, La enciclopedia libre. Fecha de consulta: 00:40, noviembre 16, 2022 desde https://es.wikipedia.org/w/index.php?title=Nematoda&oldid=146608182.
- Filo. (2022, 31 de octubre). Wikipedia, La enciclopedia libre. Fecha de consulta: 00:39, noviembre 16, 2022 desde https://es.wikipedia.org/w/index.php?title=Filo&oldid=147005685.
- Rodou, A., Ankrah, D. O., & Stathopoulos, C. (2010). Toxins and secretion systems of Photorhabdus luminescens. Toxins, 2(6), 1250–1264. https://doi.org/10.3390/toxins2061250
- Martín, A., Serrano, S., Santos, A., Marquina, D. & Vázquez, C. (2010) Bioluminiscencia bacteriana. Serie Microbiología, 3(5), 75-86. http://revistareduca.es/index.php/biologia/article/view/822
- Finn, R. N., Chauvigné, F., Stavang, J. A., Belles, X., & Cerdà, J. (2015). Insect glycerol transporters evolved by functional co-option and gene replacement. Nature communications, 6, 7814. https://doi.org/10.1038/ncomms8814
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